Hoy empiezan las clases y con ellas un nuevo año lectivo, lleno de esperanzas para algunas, de incertidumbres para otras y de alegría para todas las madres del mundo mundial, como se dice ahora.
Yo debo reconocer que a mí el comienzo de clases me da cierta nostalgia y también, como buena madre judía que soy, algo de culpa. Porque los comienzos de clases de mis hijos, los trillizos, siempre fueron un poco caóticos.
Así que, si estás leyendo esta nota cansada y quejosa porque tenés que forrar tres cuadernos, seguí leyendo para darte ánimo y darte cuenta que siempre hay alguien que está o estuvo peor que vos. En este caso, la que suscribe.
El caos comenzaba con los uniformes, porque los gurises, que en algún momento fueron unos renacuajos que entraban los tres juntos en mis brazos, crecían como si, por el tiempo que estuvieron dentro de mi ser todos apretujados, eso los obligara a crecer año a año adaptando la ley física de la acción y la reacción: nos tuviste ocho meses apretados, ahora te tocan 18 años de mudas de ropa y calzado cada seis meses. Jaque mate.
Para colmo, yo vengo de una época en la que, en mi casa, durante mi infancia, reciclábamos. Reciclábamos las túnicas de los primos más grandes, los portafolios de los hermanos mayores, las zapatillas de los tíos y, por supuesto, los útiles y los libros escolares, porque cuando yo iba a la primaria los libros se pasaban de generación en generación. Los que quedaban en el camino, por viejos, o usados, se buscaban en la biblioteca.
Vale aclarar que soy de la generación de la tele blanco y negro, a mi casa la de color llegó con el Mundial 78, no existía Internet, mucho menos Wikipedia, y como apoyo para los deberes solo estaban la Enciclopedia Salvat, el Billiken y las figuritas de los próceres. Con eso, suerte en pila cuando tenías que preparar algún trabajo.
Pero vuelvo al siglo XXI, que fue cuando nacieron mis hijos.
Una vez superado el caótico impacto de los uniformes, túnicas, zapatillas, y para cuando mi tarjeta de crédito ya había pasado de plástico a ser de goma, arrancábamos con los útiles escolares.
Un año hice el cálculo y concluí que había forrado 33 cuadernos, etiquetado 250 lápices de colores, comprado 145 gomas, sacapuntas, compases, reglas, transportadores y demás yerbas. Preguntame si las llegaron a usar todas. A veces abro el cajón de mi escritorio y encuentro alguna goma de borrar con olor a frutilla y se me escapa una lágrima pensando en el viaje a Disney que podríamos haber realizado en familia con la plata que me hubiera ahorrado en tanto útil-inútil.
Lo que si atesoro y siempre llevo conmigo en el celular es el álbum de fotos titulado “Primer día de clases”, con las fotos de cada primer día de los trilli, desde cuando empezaron jardinera, con sus caritas mezcla de susto y felicidad, hasta la última foto en la puerta de casa antes de ir al primer día de sexto de liceo, en cuyos rostros se adivinaban horas de falta de sueño por estar despiertos hasta cualquier hora y con un rictus que se podría traducir en algo así como “¡que pesada que sos mamá! Las del primer día de facultad te las debo, todavía estoy esperando que me las envíen.
Un nuevo año comienza y las madres nos disponemos a tomar coraje para dejarlos en manos de otras y otros que los guíen, los eduquen y, de paso, nos den unas horas de respiro. Horas en las que planificaremos millones de cosas: además de trabajar, salir a caminar, ir a pilates, estudiar chino, o simplemente tener tiempo para ir al baño sin que alguien te grite ¡mamaaaaaaaaa…!
Horas en las que soñamos miles de utopías que nunca podremos concretar, o que vamos a tener que abandonar, indefectiblemente, con el primer resfrío, sarampión o febrícula.
Pero no pierdan las esperanzas madres de las blancas palomitas que empiezan las clases hoy. Llega un día en que lo gurises crecen, dejan el nido y vos, que ahora sos libre al fin, y podés disponer de tu tiempo como se te da la gana, te despertás el primer lunes de marzo, sin saber qué te pasa, y parafraseando en versión libre a Joan Manuel Serrat, “chupando un palo sentada y llorando sobre una calabaza”.
Mariana Margulis para Colonia Multimedia.