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La Niebla

Columna de Mariana Margulis para Colonia Multimedia

by Editor
21/08/2025
in Opinión
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La Niebla
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Si hay alguna cosa mis padres nos dejaron de legado a mis hermanos y a mí fue la pasión por las artes. La música, el ballet, la ópera, la pintura, la escultura y los libros estuvieron siempre presentes en nuestro hogar. En las reproducciones de pinturas en las paredes de la casa, en la música que sonaba en el winco, en los discos de pasta de colores, en los recitales, en las escenografías de teatros, en las estanterías repletas de libros.

También nos inculcaron el amor por los viajes, pero eso venía de la rama materna de mis abuelos, y los más favorecidos fueron mis hermanos. Al del medio, porque eligió un trabajo que lo lleva a acumular millas y vive literal arriba de un avión.  Al más chico, porque le encanta viajar y, sobre todo, si lo hace arriba de una tabla de surf. A mí, en el reparto, me tocó más lo artístico, seguramente porque soy la más pobre de los tres ( igual no me quejo, he viajado mucho y pretendo seguir haciéndolo).

Pero mi nota de hoy no tiene que ver con los viajes, eso quedará para otra ocasión, sino mi pasión por los libros.

En mi casa si hay algo que había eran libros por todos lados. Y cada casa a la que nos mudábamos debía tener un buen lugar para biblioteca, algo que dificultaba si se quiere la búsqueda del lugar ideal, ni hablar de la mudanza de los mismos.

Los libros, como correspondía en esa época, tenían dueño. En la primera hoja figuraba con letra manuscrita si eran de mi mamá o de mi papá. A veces se colaba alguna letra desconocida, con el nombre de un amigo que lo había prestado. Otras veces, los libros se iban y volvían con más firmas de otras manos por los que habían pasado. Y los libros siempre estaban muy usados. No eran esas bibliotecas de mentira, que ostentan miles de libros que nunca nadie leyó, solo por el simple hecho de aparentar cierto grado de cultura. No, los libros de mi casa siempre estaban marcados, manchados (generalmente de vino o café), resaltados y/o garabateados.

En mi cuarto, también había estantes llenos de libros. La enciclopedia Salvat (cabe recordar que en esa época no existía Wikipedia), la colección completa de libros de tapa dura amarilla para niños que se llamaba Robin Hood. Esta colección era conocida por que incluían clásicos infantiles, como Mujercitas, el Conde de Montecristo o La Cabaña del Tío Tom. También estaban la colección de libros infantiles de ediciones La Flor (cuya flor diseñamos con mi prima una tarde lluviosa de invierno), que eran unos cuentos maravillosos de autores conocidos como Ray Bradbury o Clarice Lispector, especialmente escritos para chicos, y por supuesto alguna que otra revista de la época, como Archie o Susy (Secretos del corazón). Había lugar para lo más terrenal también en casa, sobre todo en mi pieza.

Ya un poco más grande, tal vez entre los 10 y 12 años, me hice fan de los libros de misterio y suspenso policiales y me leí todos los de Agatha Christie (por  influencia de mi mamá) en la biblioteca del club. Los alternaba con El Principito, Juan Salvador Gaviota y el lacrimógeno Mi planta de naranja lima.

Pero a los 13 años decidí que era hora de acceder a otro tipo de literatura y avanzar un casillero buscando libros en la biblioteca principal del living de mi casa. Recordemos que, en aquella época, las películas en el cine tenían dos clasificaciones, mayor de 13 y mayor de 18, con lo cual yo pensaba que por el simple hecho de cumplir 13 años y entrar al cine a ver algunas de esas películas ya estabas habilitaba para acceder a un nivel más en la escala de la literatura universal.

Así que el día que cumplí los 13, me acerqué a la biblioteca de los grandes, y le pregunté a mi papá cuál de todos los libros que estaban allí podía leer. Mi papá, buscó y me dio “Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez. O mi viejo estaba muy fumado (podría haber sucedido) o me tenía mucha fe, porque darle a una adolescente de 13 años “Cien anõs de Soledad” como una primer lectura semi adulta era más o menos lo mismo que llevar a uno de mis hermanos a debutar con Marilyn Monroe. Pero así es mi papá, siempre a lo grande. Y como la manzana no cae muy lejos del árbol, lo leí entero, sin repetir y sin soplar.

Un par de décadas más tarde (yo ya tenia como 37) fui a pasar unos días a Valizas, a una casita muy hippie, sin agua y sin luz, y llovió toda la semana. Un plazano. El primer día, buscando unas alpargatas que me permitieran transitar las calles embarradas, me topé en la tienda del pueblo con una edicion de bolsillo de “Cien años de Soledad” y la compré. La leí de un tirón en los días subsiguientes (a pesar de la falta de luz de noche) y debo reconocer que fue como si la hubiera leído por primera vez, porque no me acordaba ni del nombre de Aureliano Buendía y mucho menos de la trama. Esto nunca se lo conté a mi padre, no quise herir su orgullo.

Volviendo a los 13, desde ese momento los libros fueron un nexo de unión entre mi papá y yo.  Tuvimos otros, como la pintura, pero eso lo dejo para otra columna. Él me sugería libros para leer siempre, que yo devoraba y eso lo llenaba de orgullo (recuerdo clarito algunas de sus recomendaciones, como “Conversaciones en la Catedral” de Vargas Llosa o “Confieso que he vivido” de Neruda).

Hasta hace muy poco, los libros fueron un hilo conductor en nuestras vidas, una tinta invisible que escribíamos juntos entre los libros que nos recomendábamos, los que nos prestábamos y los que compartíamos en la biblioteca de la chacra en Colonia.

Un día mi papá dejó de leer. Fue, estoy casi segura, después de la pandemia. No tenía que ver con los libros, ni con los distintos autores. Simplemente perdió el interés. No solo en los libros, sino en todas las cosas que le apasionaban.  Pero sin duda fue en los libros donde a mi más me afectó. Fue como si su mente entrara  en una zona de mucha bruma, como si lo envolviera una niebla.

A pesar de ello, yo seguí insistiendo con los libros, y cada vez que viajo a Buenos Aires le llevo alguno. Los libros quedan en su mesa de luz, sin vida y cubiertos de polvo.

A pesar de todo, los libros y la literatura siguen uniéndonos con su hilo invisible, distinto, pero que sigue estando. Paso a relatar el por qué.

Mi padre tiene un psiquiatra que va a visitarlo de vez en cuando. Es más una visita social que médica. Y como mi papá no le habla (esta vez la culpa no es de la niebla, sino porque mi padre odia a su psiquiatra con todo su corazón) la que hablo con el psiquiatra siempre soy yo. Y de qué hablamos con el Dr. Daniel (así se llama el psiquiatra en cuestión), como no podía ser de otra manera, de libros. En una de esas visitas, sabiendo que yo soy una lectora compulsiva serial, me recomendó que escuchara un podcast que se llama “Grandes Infelices”, del escritor Javier Peña, en cuyos episodios cuenta la historia menos conocida de escritores famosos, o para decirlo en buen español, el lado B de los grandes autores. Es una forma distinta, y por cierto maravillosa, de conocerlos y conocer su obra. De más está decir que el podcast se convirtió en uno de mis favoritos de Spotify (a todos los amantes de la literatura se los recomiendo). Ha sido mi gran compañía en algunos trayectos largos en ruta y también cuando camino en la cinta del gimnasio.

Gracias a este podcast, tengo una lista de títulos de libros que me propuse leer antes de dejar este mundo. Por suerte la lista es larga, así que espero poder cumplirla (y en septiembre sale una nueva temporada del podcast con lo cual la lista seguirá ampliándose). Para unir un poco lo que escribí en mi columna anterior, sobre la cantidad de navidades que me quedan por vivir, diría que puedo medir mi expectativa de vida en cantidad de libros que tengo aún por leer (Dios me de buena vista para poder cumplirla o plata suficiente para tener un lazarillo que me asista).

Volviendo al tema, la cosa es que Javier Peña sacó un libro basado en este podcast que se llama “Tinta invisible” y en donde escribe sobre él, los escritores, su relación con su papá, y el hilo invisible que lo unió a él a través de los libros. Vino a Uruguay a presentarlo y  en la radio tuve el honor y la emoción de poder hacerle una entrevista. ¿Se entiende ahora por qué creo que el hilo invisible de los libros me sigue uniendo a mi papá y porque he usado esta frase como metáfora de nuestra relación?

Me hubiera encantado que mi papá escuchara la nota, como me hubiera encantado también que escuchara su podcast y que leyera su libro.

En algún lugar de mi corazón, mantengo la esperanza de que algún día, mi papá vuelva a ser el mismo que era antes, y comentemos el libro “Tinta Invisible”.

Pero para ser realista, sé que eso no es posible. Tampoco me animo esta vez a llevárselo. Temo que el libro quede ahí, sin tocar, en su mesa de luz, junto a los otros libros que le fui llevando, como cadáveres apilados, cubiertos por el polvo y la niebla.

Gracias Javier Peña por la nota, gracias Daniel por la recomendación y gracias a mi padre por los libros que leí, los que leo y los que me faltan leer.

“La niebla lo invade todo, este cuarto que no eligió, este mundo que no es el suyo, y estos ojos desconocidos que lo miran, que lo buscan, y que aseguran conocerlo. Acá la niebla, más allá también la niebla. Sobre sus manos viejas, como de piel de papel. Sobre los huesos de antiguo barro valiente, todavía caminante. Y en el medio de toda esa niebla, él de espalda a las ventanas herrumbradas de su presente baldío. De frente al abismo de su pasado. Al velatorio continuo de sus memorias desvencijadas…” (“La niebla” de Agarrate Catalina). 

Mariana Margulis para Colonia Multimedia – prensa@coloniamultimedia.uy

Tags: #columnas#marianamargulisculturaLibrosopinión

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