Hace unos días me escribió mi prima Claudia que vive en Suiza contándome que había leído una nota publicada por mí en este portal, diciéndome que le había gustado mucho.
La nota a la que se refería debe tener un par de meses, o tal vez un año.
Eso me llevo a reflexionar, por qué no le dedicaba más tiempo a mis escritos y no me ponía como objetivo en este segundo semestre del año volver a escribir mis columnas, semanales, quincenales o, por lo menos, una vez cada tanto.
Lo cierto es que a veces, me cuesta vencer ese síndrome del papel en blanco (o de la pantalla en blanco, como más les guste) para poner en palabras algún texto que aborde un tema que pueda interesarle a la gente y, además, esté medianamente bien escrito.
Voy a aprovechar este momento que tengo hoy de inspiración para volver a un tema muy trillado, pero para nada desactualizado, la idealización de la maternidad.
Hoy mis hijos, “los trilli”, como se los conoce por estas latitudes, están cumpliendo 22 años. En qué momento se me pasaron esos años, no tengo la más mínima idea. Ha sido un abrir y cerrar de ojos, frase nunca mejor dicha.
Y traigo el tema de la idealización de la maternidad porque la gente piensa que ser madre de trillizos me habilita con cierta sabiduría en la crianza, algo así como una súper mamá, y la verdad, y esto queda entre ustedes y yo, nada más lejos que eso.
Paso a relatar. La mayoría de las madres se acuerdan de cuando sus hijos dijeron mamá por primera vez, cuando comenzaron a gatear, cuando les salió el primer diente (incluso lo tienen guardado), etc, etc, etc.
Muy por el contrario, yo no recuerdo nada de nada, y lo que me pone en el peor lugar de madre, no he guardado nada. Ni un diente, ni un llavero de arroz, ni un señalador de fideos.
Y todos mis recuerdos están entreverados.
El recuerdo más nítido es que un día como hoy, hace 22 años, a estas mismas horas que escribo esta columna, yo salía de mi casa con mi enorme panza a cuestas para hacerme la ecografía de rutina de la semana 32. Unas horas más tarde estaba internándome en el sanatorio pronta para parir.
Recuerdo con detalle todo lo que paso ese día, lo que tenía puesto, o lo que por lo menos intente ponerme para poder cubrir mi panza gigante del crudo invierno porteño; el aguantar las ganas de hacer pis mientras me hacían la ecografía; las palabras de mi ginecólogo avisándome que no me asuste, que estaba todo bien, pero que por precaución, porque la bolsa de unos de ellos había perdido líquido, teníamos que sacarlos de su cómodo hábitat sin falta ese mismo día; la cara de susto del padre de las criaturas, que no entendía que el nacimiento no sería mañana ni pasado, sino en unas horas.
Yo queriendo ir a la peluquería antes de parir, el rostro desencajado del médico mirándome como si yo estuviera loca por querer ir a parir peinada; el baño de inmersión que me di en casa antes de salir, la habitación donde espere unas horas cuando me interné y el frío de la camilla una vez que me llevaron a quirófano, el temblor de todo mi cuerpo por la anestesia, los médicos alrededor mío hablando del último gol de boca, y después la magia y la emoción, de ir viendo cómo iban saliendo los tres bebés, primero Candela, después Iñaki y por último Román.
Y partir de allí, ya no recuerdo más nada, hasta hoy que abrí los ojos y pensé en qué momento se me habían pasado estos 22 años.
Ustedes pensarán que soy una exagerada, si un poco dramática soy. Pero juro que fue así.
Está claro que no soy una desalmada por no recordar nada, tampoco perdí la memoria en forma súbita, ni tengo Alzheimer. Es que fue tal la vorágine de mi vida desde ese momento en que nacieron “los trilli”, que creo que nunca me pare a pensar. Era como Colapinto en piloto automático. Yo hacía y hacía, a veces frenaba, otras, me daba flor de golpe, pero me sacudía el polvo y arrancaba de nuevo.
Reconozco que, por momentos, tengo algunos flashes de recuerdos hermosos y de los no tanto, pero son como si estuviera viendo una película donde un clon mío es la protagonista.
Esos recuerdos suelen aparecer asociados siempre con algún olor, una comida o un lugar.
Por ejemplo, el otro día fuimos a almorzar al barrio chino en Buenos Aires y recordé que la primera salida que hicimos con “los trilli” fue justamente un sábado al mediodía a almorzar a ese barrio. ¡Un planazo…! Tres bebés, de tres meses, tres cochecitos, tres mamaderas, tres bolsos y un lugar atestado de gente comiendo y gritando todos a la vez. Y por supuesto los tres bebes llorando todos al mismo tiempo. Pregúntenme cuando volvimos alguna vez a comer al barrio chino todos juntos: cuando tuvieron 18 años.
El sobrevivir a los bolsones de 30 pañales que duraban un día, las 15 mamaderas diarias, dormir cuando se podía, tratar de recordar a quien le toca cambiar, a quien había que darle algún medicamento, y en el medio una mamá tratando de repartir su tiempo en forma proporcional para cada uno, no vaya a ser cosa que, en el futuro, alguno se queje con el psicólogo de turno que tuvo menos atención que la que necesitaba.
Así que cuando otras mamás, o usted que está leyendo esta nota, se pregunta cómo hice, la respuesta es muy sencilla: no tengo la más mínima idea.
Pero voy a ser muy sincera, hoy con el paso del tiempo, cuando los veo tan grandes, tan lindos por fuera y por dentro, tan independientes, tan buena gente y tan felices, creo que toda esa locura valió la pena. Y que tan mal no lo debo haber hecho.
Gracias a “los trilli” por elegirme y comprender que yo también aprendí con ustedes. Después de todo, como dice Mafalda, ustedes y yo nos graduamos el mismo día.
Y gracias a todos los que me ayudaron en el camino, los que me rodearon, me acompañaron, me contuvieron y me siguen aguantando la cabeza siempre.
¡Estoy en un cumple!, como se dice ahora, y espero seguir estándolo por muchísimos años más.
Mariana Margulis para Colonia Multimedia